la zorra
“La Zorra de Buchenwald”.
La nazi más sádica: pantallas con piel humana, asesinatos y orgías macabras
Ilse
Koch fue mucho más que la esposa del comandante de ese campo de
concentración. Fue señalada como la responsable de las
peores crueldades, y se la acusó de tener un hobbie
tétrico. El reencuentro con uno de sus hijos y sus
últimos días
Por Matías Bauso
15 de Enero de 2021
Ilse Koch durante el juicio de Dachau (US national Archives)
1951. Ilse
Koch se para desafiante frente al tribunal. Lleva un vestido
barato y la mirada turbia. Sus ojos verdes parecen dibujados por un
compás, pero también parecen vacíos. Las mejillas
infladas y la piel que no está casi surcada por arrugas. No
parece ilógico. Ella era la que hacía sufrir a los
demás. De todas maneras, lo que más resaltaba era su pelo
rojo, intenso.
Ilse
Koch espera que comience su juicio. No hay ansiedad en ella. Tiene
gimnasia: ya pasó por esta situación. En Alemania los
procesos por lo ocurrido durante el nazismo se multiplican, son parte
de las escenas corrientes de la posguerra. Pero este proceso
concitó mayor atención. La acusada se había
convertido en un ser infame y hasta tenía un apodo popular. La
conocían como “la Zorra de Buchenwald”.
Se
la señalaba como responsable de las peores crueldades. Ya no se
trataba de una homicida más. Ella había matado,
había torturado, había mostrado el peor sadismo. Pero,
además, se la acusaba de tener un hobbie macabro: mandaba
matar gente para que luego fueran descarnados y ella pudiera
coleccionar trozos de piel tatuados. Hasta se la acusaba de haber
mandado a hacer una pantalla de velador con restos cutáneos de
sus víctimas.
Margaret
Ilse Köhler había nacido en 1906 en Dresde. Apenas
terminada la Primera Guerra Mundial tuvo que ganarse la vida como pudo,
como tantos otros alemanes. Fue empleada en fábricas y distintos
comercios hasta que en 1932, también como tantos otros
alemanes, se afilió al Partido Nazi. Esa adscripción
temprana le trajo beneficios; cuando los nazis llegaron al poder, su
posición mejoró. A los pocos años le consiguieron
un puesto administrativo en Sachsenhausen, uno de los primeros campos
de concentración. Heinrich Himmler le presentó al
encargado del campo, Karl-Otto Koch, y desde su autoridad les
recomendó que se convirtieran en pareja. Ellos obedecieron y al
poco tiempo se casaron. Ella pasó a ser Ilse Koch y la
secretaria del campo de concentración.
Karl-Otto
Koch era un hombre ambicioso e inescrupuloso. No parecían
existir los límites para él. El poder le permitía
moverse sin dar explicaciones. La locura de Hitler y sus hombres hizo
que los campos se expandieran y la matanza se pusiera en marcha. Koch
fue nombrado comandante de Buchenwald un par de años antes del
inicio de la guerra. Levantó el campo y desparramó su
arbitrariedad por cada rincón de él.
Por
Buchenwald pasaron casi 250.000 prisioneros de los que se calcula
fueron asesinados más del 25 por ciento. En Buchenwald no
había cámaras de gas, pero las muertes por
inanición, abusos de los guardias y arbitrariedades de las
autoridades eran cotidianas y masivas.A Koch y a su esposa les gustaba
vivir bien. Se construyeron una mansión que fueron amoblando con
lo mejor de lo producido con el saqueo de sus víctimas. La
megalomanía del matrimonio tuvo un ejemplo contundente en el
zoológico que montaron dentro de las instalaciones del campo de
concentración. Hicieron traer especies exóticas de todas
partes del mundo.
Ilse
Koch era mucho más que la esposa del comandante del campo. Las
mujeres de los comandantes no solían salir de sus casas, eran
amas de casas que se dedicaban a criar a sus hijos y a generar la
ilusión de normalidad en las vidas de sus hijos. Pero Ilse era
diferente. Su lugar no era pasivo. Ella se hacía notar. Paseaba
su enérgica arrogancia y su cabellera pelirroja por cada
rincón y daba órdenes de manera constante. Todos le
temían. Y había motivos. Era impiadosa.
En
los juicios posteriores, algunos testigos la describieron,
también, como ninfómana, que su necesidad de sexo era
constante. Y que en la mansión del matrimonio tenían
lugar orgías dantescas organizadas por ella, que se encargaba de
reclutar participantes en el pueblo vecino y entre los oficiales y
soldados a cargo de su marido y las esposas de estos. Pero esos
testimonios no solo hablaban de sus actividades sexuales en su hogar
-no delictivas en su mayoría, excepto en los casos de los que
participaban bajo coerción-, sino que describían que Ilse
obligaba a los detenidos a tener sexo solo para que ella asistiera como
testigo y satisficiera sus inclinaciones vouyerísticas, o para
disipar su aburrimiento. Contaban también que quienes no
podían rendir sexualmente eran ridiculizados y luego apaleados.
Nadie podía mirarla a los ojos ni contradecirla. Quien lo
hacía era fusilado en el acto. En otras ocasiones los manoseaba
o les exhibía los pechos, y quien no se excitara era castigado.
Ella
misma se encargaba de dar latigazos y someter a otros tormentos a los
detenidos que no cumplían con sus caprichos. Solía llevar
en la cintura una especie de cachiporra que en su extremo tenía
pegadas varias hojas de afeitar. Dicen que uno de sus juegos
favoritos era encerrar en un corral a una veintena de prisioneros y
soltar dentro varias perros salvajes. Mientras los hombres y las
mujeres corrían por su vida y recibían mordeduras
fatales, las carcajadas de Ilse se escuchaban a decenas de metro de
distancia.
Fueron
varios los testigos que afirmaron que Ilse mandó a ejecutar a
muchos detenidos con órdenes precisas de no lastimar
determinadas zonas de su piel para que ella pudiera conservar esos
fragmentos tatuados que le habían llamado la atención.
Uno
de sus amantes era Waldemar Hoven, doctor a cargo del departamento de
investigaciones médicas de Buchenwald. Ilse y Hoven
hacían desnudar a los recién llegados. A los de
tatuajes más llamativos los sacaban de la fila y los
hacían fusilar (con un tiro en la nuca para no dañar la
piel).
En
Buchenwald se encontraron varias planchas de piel humana con tatuajes.
También tulipas de veladores de piel, pero no se pudo determinar
de manera fehaciente que derivaran de los restos de los prisioneros. En
los procesos a los que fue sometida, Ilse siempre fue absuelta de estos
cargos por falta de pruebas.
Hace
unos años al periodista norteamericano Mark Jacobson le hicieron
llegar una extraña pantalla de lámpara. Su color y su
texturas eran indeterminadas y despedía un olor fétido.
Le dijeron que la habían rescatado de un campo de
concentración. Jacobson inició una investigación
al respecto. Cuenta todo el proceso en su libro The
Lampshade. Un análisis de ADN determinó que el
material de la pantalla provenía de restos de piel humana. Lo
que no se pudo saber con certeza su procedencia, ni cuántos
años hacía que se había manufacturado.
Si
bien la atención sobre la crueldad nazi suele centrarse sobre
los jerarcas y sobre algunos de los comandantes de los lagers,
también hay una serie de mujeres con conductas aberrantes que
fueron identificadas y juzgadas. Algunos de esos nombres: Irma Grese,
Maria Mandel y Herthe Bothe. De todas ellas, Ilse Koch fue la que mayor
relevancia posterior obtuvo. Muy posiblemente porque su inhumanidad
alcanzó cimas casi inimaginables.
El
desborde del matrimonio Koch en Buchenwald fue tal que hasta
provocó rechazo dentro del régimen nazi. El lujo con el
que vivían se había convertido en comentario obligado
entre los altos oficiales. La muerte de dos médicos de
Buchenwald produjo una investigación interna. Karl-Otto Koch
afirmó que eran infiltrados y que una vez descubiertos
habían intentado huir. En esa fuga fueron alcanzados por los
disparos de su hombres. La investigación determinó
que la causa había sido otra: los doctores habían tratado
a Koch por una sífilis y este los había eliminado para
que su secreto no se conociera.
Pero
ni este episodio, ni sus robos, ni sus otros asesinatos y abusos
terminó con la carrera del matrimonio. Himmler, su protector,
envió a Koch hacerse cargo de Majdanek. Necesitaba alguien
implacable allí.
Pero
Ilse continuó viviendo en su mansión en Buchenwald y
comportándose como si no hubiera allí más ley que
sus caprichos. Su marido también cayó en desgracia en
Majdanek.
A
los pocos meses, con la intención de encubrir a las autoridades
una fuga masiva de prisioneros de guerra soviéticos, Koch
ordenó una matanza que lo único que logró fue
llamar la atención sobre su impericia y la falta de control
sobre sus actos. Lo desplazaron y lo enviaron a un puesto
administrativo en Berlín. Al tiempo fue enviado una vez
más a Buchenwald. A su regreso se comportó de la misma
manera que siempre. Su final llegó con una visita de su
protector, Himmler. El jerarca comprobó que mientras Alemania se
desmoronaba, los Koch seguían viviendo a todo lujo. Fue
fácil acusarlos de varios delitos, desfalcos, robos, y encontrar
pruebas. Ni la inminente derrota nazi salvó a Koch. Fue
juzgado en el mismo campo de concentración, condenado a muerte y
ejecutado a principios de abril de 1945, tan solo una semana antes de
que los aliados liberaran Buchenwald. Ilse no fue condenada (se
dice que la absolución llegó después de que
fingiera una crisis nerviosa ante los jueces) y logró escapar
antes de la llegada del enemigo. Se refugió en la parte
occidental de Berlín, lejos del alcance de los soviéticos.
Cuando
fue detenida, luego de la guerra, las pruebas de las atrocidades
cometidas durante sus años en Buchenwald taparon a los
magistrados. Fue juzgada en los llamados juicios de Dachau junto con
otras mujeres. La condenaron a cadena perpetua. Se salvó de
la pena de muerte porque estaba embarazada. No sé sabe
quién era el padre, y sus acusadores sospechaban que se
había embarazado para evitar la horca. Apenas nació
el bebé, un varón, fue dado en adopción.
íIlse Koch marca el lugar donde vivía durante el juicio Dachau en 1947 (Us National Archives)
Sin
embargo, tiempo después, el general norteamericano Lucius Clay,
gobernador de la Zona Americana en Alemania, redujo su sanción a
4 años de cárcel. Pero en 1951 fue de nuevo detenida y
juzgada una vez más. Esta vez las acusaciones se centraban en
los actos cometidos contra ciudadanos alemanes.
El
juicio generó una atención peculiar. Pese al que el
relato de la barbarie ya se había escuchado varias veces a esa
altura, el proceso de Ilse Koch sumaba nuevos elementos. La acusada era
una mujer, los componentes sexuales, el sadismo y las sospechas del uso
de las pieles de los asesinados. Alguien llegó a
responsabilizarla de al menos 5.000 muertes de las 56.000 que se
produjeron en esos años en Buchenwald.
“Los
médicos nazis del campo estaban muy interesados en la piel
humana. Ilse los motivaba todo el tiempo a que siguieran con sus
pruebas y procedimientos. Quitaban la piel, la sometían a un
proceso químico y las ponían a secar al sol. Cuando una
pasaba por ahí las podía ver”, declaró en el
juicio un médico checo enviado a Buchenwald por la Gestapo. Con
esas pieles se hacían guantes, billeteras, pantallas y hasta se
encuadernaban libros. Eran valoradas más las que tenían
un tatuaje particular. Había un detalle más: esos restos
cutáneos no podían proceder de alemanes. Así que
las víctimas eran, en su mayoría soviéticos,
polacos y gitanos. Y como la piel debía estar en buen estado,
tampoco les servían los cuerpos degradados de los que
hacía mucho tiempo estaban hacinados en el lager. A veces Ilse
ordenaba matar recién llegados porque su lozanía
proporcionaría piel óptima.
15
de enero de 1951. En la sala de audiencias la tensión tiene
presencia física. Ella, la acusada principal, no está.
Los jueces le permitieron permanecer en su celda. Pareció la
única manera posible de terminar el juicio. Sus gritos, ataques
de nervios y desmayos -que nadie pudo determinar si eran reales o
fingidos- interrumpieron las audiencias varias veces. Alguna vez, en
medio del relato de un sobreviviente, Ilse Koch se paró y
gritó: “¡Sí, soy culpable! ¡Soy
responsable de todo! Soy una pecadora”. También el
público gritaba horrorizado en medio de los testimonios que la
señalaban como responsable de una variedad de atrocidades
inimaginables. La lectura de la sentencia fue breve. La condena
fue una de las peores posibles: cadena perpetua. Pero los
espectadores que estaban dentro de la sala y los que esperaban en la
calle reaccionaron con indignación y hubo temor de que comenzara
una revuelta. Ellos querían la pena de muerte y que dentro
de los hechos que el tribunal diera por probadas estuvieran las
pantallas para lámparas hechas con piel humana y su
afición por coleccionar trozos de piel humana tatuada
Los
días de sus últimos años son monótonos,
iguales a sí mismos. Está detenida. Está sola. Un
defensor oficial hace presentaciones periódicas, grises y
desesperanzadas pidiendo su liberación. Los dos saben que no van
a prosperar los pedidos. Su conducta cada vez es más
errática. Hasta las convictas condenadas por delitos atroces la
miran con desprecio.
De
los tres hijos (dos hombres y una mujer) que tuvo con Koch solo
sobreviven dos. El mayor se suicidó porque no pudo soportar la
vergüenza de los crímenes de sus padres. Ninguno la
visita. Nadie se acerca a ella. Solo lo hace una tarde un joven que la
visita sorpresivamente. La primera visita desde que está
detenida. No se imagina quién puede ser. No lo reconoce aunque
en su cara descubre un aire familiar. El encuentro es silencioso. Se
miran sin hablar unos minutos. Ella se pone nerviosa. Cree que su peor
pesadilla, aquello que la atormenta y con lo que sueña cada
noche, se convirtió en realidad: un familiar de una de sus
víctimas vino a tomar revancha. Empieza a gritar y trata de
escapar de la pequeña sala. Los guardias se apresuran para
controlarla. El joven, poco más que un chico, estira la mano y
le toca el hombro con torpeza, una caricia recelosa. “Soy
Uwe, tu hijo”.
El
hijo que había sido dado en adopción apenas nació
buscó a su madre biológica. La siguió visitando
con cierta regularidad. Necesitaba conocerla, necesitaba entender.
Creía que mirando esos ojos desorbitados iba a conocer la
verdad. Ilse, su madre, hacía tiempo que no estaba ahí.
Sus días pasaban entre el mutismo más absoluto,
ráfagas de culpa, ataques de ira, delirios y pedidos de rescate
ante el imaginario ataque de sus perseguidores.
Los
alaridos de Ilse enloquecían a las otras reclusas de la
cárcel. Empezaron de noche pero luego aparecían en
cualquier momento del día. La mujer estaba convencida de
que un grupo comando integrado por sobrevivientes de los lager y
familiares de los asesinados asaltaba la prisión para
matarla. La manía persecutoria solo crecía.
El
1 de septiembre de 1967, Ilse Koch ató las sábanas de su
cama y algún abrigo raído a lo alto de los barrotes de su
celda y se ahorcó. En pocas semanas cumplía 61
años. Dejó una carta que decía: “No hay otra
salida para mí. la muerte es la única
salvación”.
Durante
décadas, su hijo Uwe procuró revisar el pasado e
intentó, en vano, limpiar el nombre de su madre. Pese a sus
esfuerzos, Ilse Koch, su madre, siempre será “la Zorra de
Buchenwald”.
VER VIDEO CAMPOS DE CONCENTRACION